martes, 12 de junio de 2007

De Juan Villoro

Ha muerto Carlos García-Tort, poeta, editor, excepcional corrector de estilo. A los 56 años nos dejó en la situación que menos le gustaba en la escritura: entre paréntesis. Tenía un partido de racketball pendiente con el principal crítico literario del país; aguardaba el regreso de su esposa, la poeta Alicia García Bergua, que se encontraba de viaje; se disponía a ver la final de la Champions entre el Liverpool y el Milán; había concertado citas con los amigos que nunca le faltaron, cuando su ameritado corazón mostró de la peor manera los muchos trabajos que había cumplido.

Conocí a García-Tort a través de su alma gemela, Eduardo Hurtado, otro poeta y corrector de hierro. Durante tres años trabajamos en La Jornada Semanal. A través de él entendí el valor civilizatorio de la corrección de pruebas. Gabriel Zaid ha dicho con justicia que uno de los trabajos más necesarios y menos acreditados es el de quien cuida las publicaciones y permite la adecuada circulación de las palabras. La importancia social de esta tarea es decisiva y sin embargo se trata de un oficio anónimo y en peligro de extinción.

¿Puede haber cometido más alto que preservar el idioma que nos sirve de instrumento? La Academia de la Lengua fija los criterios que serán canónicos, pero el uso lingüístico corriente requiere de guardianes cotidianos, vigías invisibles y prácticos, no menos importantes que los controladores del tráfico aéreo. Se trata de una vocación fundada en un principio ético: mejorar a los demás sin que se sepa.

García-Tort perteneció a la estirpe de los correctores de raza que ven un texto como un organismo que a veces necesita primeros auxilios. Le gustaba llegar tarde a las redacciones y trabajar hasta la madrugada, acompañado por ese rumor de imprenta que se oye en los periódicos vacíos, semejante al oleaje que resuena en las bodegas de un barco. Varias veces le propuse un horario menos castigado y siempre me contestó con el orgullo del insomne, como un reo de nocturnidad que vigila el idioma a deshoras para que los demás duerman tranquilos.

García-Tort nunca fue un Maxmordón, como llama Gerardo Deniz a quienes corrigen por dar lata (si escribes "Estados Unidos", ponen "los Estados Unidos" y viceversa). Su criterio dependía de mejorar el texto. Como la calidad es un asunto subjetivo, a veces no estaba de acuerdo con él. Sin embargo, jamás le gané un argumento técnico. Carlos discutía con la vehemencia de quien se juega la vida en una frase que ni siquiera es suya. Aunque llegaba a la oficina cargado de botellas de agua mineral que según él tenían un efecto calmante por contener un poquitín de litio, argumentaba con la enjundia de quien remoja sus ideas en café exprés. Había un punto en el que nos superaba a todos: no sólo veía el idioma sino la forma en que se iba a publicar. Su última religión era la tipografía. Recuerdo la noche en que traté de convencerlo de un cambio, me tomó del brazo y dijo en tono de gravísima preocupación: "Eso nos obligaría a un doble retorno". Luego me vio como amigo leal, dispuesto a violar la ley por mi culpa. Mi respuesta fue la de alguien que se rinde ante un conocimiento que lo excede: "Con tal de no saber qué es un doble retorno, haz lo que quieras".

Ciertas vocaciones surgen como una compensación del carácter. Son célebres los casos de los tímidos que destacan en público como actores o los deprimidos que hacen reír en su papel de cómicos. La severidad de Carlos ante su idioma de trabajo contrastaba con la divertida irreverencia ante su idioma de vida. El lector purista era gozosamente malhablado.

Desde que entraba al edificio del periódico, vestido al modo de Pedro Navajas (chaleco, lentes oscuros, sombrero), saludaba con ruidoso afecto incontenible y sostenía duelos de albures de los que salía obscenamente airoso. Luego se sentaba ante la computadora, abría el diccionario y el "Musacchio ilustrado", y leía con el fervor de un copista medieval.

Ajeno a la hoguera de las vanidades, no juzgaba personas ni prestigios: trabajaba en favor del texto. Si veía un graffiti en la pared, lo corregía. Esta voluntad de enmienda nos llevó a problemas con autores dispuestos a que les corrigiéramos faltas de ortografía e imprecisiones históricas, pero no un estilo que juzgaban impecable. Cuando recibieron felicitaciones que antes no habían obtenido, sucedió lo que pasa con las salsas picantes: primero nadie quiere, luego todos piden doble. Se dio el caso, no muy común en la historia de Occidente, de escritores que aceptaban ser corregidos.

Es aquí donde veo el cometido civilizatorio de mejorar una colaboración ajena sin alterar su lógica. En otras tradiciones (principalmente la inglesa), el corrector resulta decisivo para el acabado del texto. Son célebres las modificaciones que los relatos de Raymond Carver y J. D. Salinger experimentaron en las revistas donde fueron publicados.

Cuando salí de La Jornada Semanal, Carlos contó con el entusiasta apoyo de Hugo Gutiérrez Vega. Pero no siempre consiguió empleos donde se aquilatara su apasionado trato del idioma. Por desgracia, su caso no es único. La imprescindible tarea de cuidar el modo de expresarnos carece de respaldo en un entorno dominado por la velocidad y la improvisación, donde la propaganda, las declaraciones de los políticos y los oráculos de la televisión envilecen la lengua a diario. No abundan los estudios especializados en edición, los premios para publicaciones sin erratas, los estímulos para los garantes secretos del idioma.

Carlos García-Tort ejerció la ética del lenguaje con la vocación solitaria y el chaleco de un sheriff del lejano oeste. Cuidó a los demás sin que lo supieran. Su historia se escribe como una excepcional filantropía. Dentro y fuera de los textos, nos hizo mejores.

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