jueves, 10 de abril de 2014

El Oso Carpintero en Muévete en Bici dominical

Reforma, frente al Auditorio Nacional

Desde hace rato considero rodar en el paseo dominical como un deporte extremo. Pero ni pex, ando como ese pinche oso al que sus ositos le chillaban de hambre. En mi caso, Jimena no me pediría miel y pan, seguro una tablet o un cabrón teléfono dizque inteligente. Y el pinche Venado no llega a alivianar el pex, ya no digamos para disponer de tres costalitos de oro, pa’ herramienta y material, darle su manutención a la ozesna y salir de deudas. Pero, ¿por qué chingados estoy hablando de esto? Mmmmh, ya. Ante la orfandad del bolsillo y con la finalidad de no sufrir en las rodadas cercanas a los 100 km, por aquello de la condición física, decidí dar un paseo dominical soleado.

Escena recurrente: niños circulando por la izquierda, expuestos a los pseudopro.

Ignoro si ya sea la ruta habitual; desde la frontera de Polanco hasta la Tlaxcoaque, casi la casa de Lupita y vuelta a Polanco. Día muy soleado. Esta ruta dominguera atrae a mucha gente. La mayoría se dedica a dar vueltas en Reforma, un poco menos incursiona al Centro Histórico, y mucho menos personal llega hasta la Basílica.

Los vicios de los asistentes empeoran: menores de edad circulando al centro o a la izquierda del carril; chamacos desmadrosos que avanzan zigzagueando; tíos y tías que avanzan en pareja o en trío; ruteros bien vestidos y con tocles que suponen que circulan en carretera, es decir, comportamientos con un gran potencial de causar accidentes. La masificación del paseo. En fin, salvo los conocidas conductas de cochistas que tienen muchos cilclistas, me propuse desentenderme y disfrutar el simple hecho de rodar.



Si no mal recuerdo, varios inmuebles que rodeaban esta capilla desparecieron, por lo que quedó al centro de la plaza, Tlaxcoaque, pa' más señas.




Escena recurrente, la invasión del cruce peatonal. Reforma, frente a la PGR.

Va de nuevo. Reforma y Eje 2 Norte.


Reforma frente al Campo Marte.

Burócrata devenido mártir de la democracia.

¿Quién se lleva la comisión por estas “obras” de ornato?







martes, 12 de junio de 2007

De Juan Villoro

Ha muerto Carlos García-Tort, poeta, editor, excepcional corrector de estilo. A los 56 años nos dejó en la situación que menos le gustaba en la escritura: entre paréntesis. Tenía un partido de racketball pendiente con el principal crítico literario del país; aguardaba el regreso de su esposa, la poeta Alicia García Bergua, que se encontraba de viaje; se disponía a ver la final de la Champions entre el Liverpool y el Milán; había concertado citas con los amigos que nunca le faltaron, cuando su ameritado corazón mostró de la peor manera los muchos trabajos que había cumplido.

Conocí a García-Tort a través de su alma gemela, Eduardo Hurtado, otro poeta y corrector de hierro. Durante tres años trabajamos en La Jornada Semanal. A través de él entendí el valor civilizatorio de la corrección de pruebas. Gabriel Zaid ha dicho con justicia que uno de los trabajos más necesarios y menos acreditados es el de quien cuida las publicaciones y permite la adecuada circulación de las palabras. La importancia social de esta tarea es decisiva y sin embargo se trata de un oficio anónimo y en peligro de extinción.

¿Puede haber cometido más alto que preservar el idioma que nos sirve de instrumento? La Academia de la Lengua fija los criterios que serán canónicos, pero el uso lingüístico corriente requiere de guardianes cotidianos, vigías invisibles y prácticos, no menos importantes que los controladores del tráfico aéreo. Se trata de una vocación fundada en un principio ético: mejorar a los demás sin que se sepa.

García-Tort perteneció a la estirpe de los correctores de raza que ven un texto como un organismo que a veces necesita primeros auxilios. Le gustaba llegar tarde a las redacciones y trabajar hasta la madrugada, acompañado por ese rumor de imprenta que se oye en los periódicos vacíos, semejante al oleaje que resuena en las bodegas de un barco. Varias veces le propuse un horario menos castigado y siempre me contestó con el orgullo del insomne, como un reo de nocturnidad que vigila el idioma a deshoras para que los demás duerman tranquilos.

García-Tort nunca fue un Maxmordón, como llama Gerardo Deniz a quienes corrigen por dar lata (si escribes "Estados Unidos", ponen "los Estados Unidos" y viceversa). Su criterio dependía de mejorar el texto. Como la calidad es un asunto subjetivo, a veces no estaba de acuerdo con él. Sin embargo, jamás le gané un argumento técnico. Carlos discutía con la vehemencia de quien se juega la vida en una frase que ni siquiera es suya. Aunque llegaba a la oficina cargado de botellas de agua mineral que según él tenían un efecto calmante por contener un poquitín de litio, argumentaba con la enjundia de quien remoja sus ideas en café exprés. Había un punto en el que nos superaba a todos: no sólo veía el idioma sino la forma en que se iba a publicar. Su última religión era la tipografía. Recuerdo la noche en que traté de convencerlo de un cambio, me tomó del brazo y dijo en tono de gravísima preocupación: "Eso nos obligaría a un doble retorno". Luego me vio como amigo leal, dispuesto a violar la ley por mi culpa. Mi respuesta fue la de alguien que se rinde ante un conocimiento que lo excede: "Con tal de no saber qué es un doble retorno, haz lo que quieras".

Ciertas vocaciones surgen como una compensación del carácter. Son célebres los casos de los tímidos que destacan en público como actores o los deprimidos que hacen reír en su papel de cómicos. La severidad de Carlos ante su idioma de trabajo contrastaba con la divertida irreverencia ante su idioma de vida. El lector purista era gozosamente malhablado.

Desde que entraba al edificio del periódico, vestido al modo de Pedro Navajas (chaleco, lentes oscuros, sombrero), saludaba con ruidoso afecto incontenible y sostenía duelos de albures de los que salía obscenamente airoso. Luego se sentaba ante la computadora, abría el diccionario y el "Musacchio ilustrado", y leía con el fervor de un copista medieval.

Ajeno a la hoguera de las vanidades, no juzgaba personas ni prestigios: trabajaba en favor del texto. Si veía un graffiti en la pared, lo corregía. Esta voluntad de enmienda nos llevó a problemas con autores dispuestos a que les corrigiéramos faltas de ortografía e imprecisiones históricas, pero no un estilo que juzgaban impecable. Cuando recibieron felicitaciones que antes no habían obtenido, sucedió lo que pasa con las salsas picantes: primero nadie quiere, luego todos piden doble. Se dio el caso, no muy común en la historia de Occidente, de escritores que aceptaban ser corregidos.

Es aquí donde veo el cometido civilizatorio de mejorar una colaboración ajena sin alterar su lógica. En otras tradiciones (principalmente la inglesa), el corrector resulta decisivo para el acabado del texto. Son célebres las modificaciones que los relatos de Raymond Carver y J. D. Salinger experimentaron en las revistas donde fueron publicados.

Cuando salí de La Jornada Semanal, Carlos contó con el entusiasta apoyo de Hugo Gutiérrez Vega. Pero no siempre consiguió empleos donde se aquilatara su apasionado trato del idioma. Por desgracia, su caso no es único. La imprescindible tarea de cuidar el modo de expresarnos carece de respaldo en un entorno dominado por la velocidad y la improvisación, donde la propaganda, las declaraciones de los políticos y los oráculos de la televisión envilecen la lengua a diario. No abundan los estudios especializados en edición, los premios para publicaciones sin erratas, los estímulos para los garantes secretos del idioma.

Carlos García-Tort ejerció la ética del lenguaje con la vocación solitaria y el chaleco de un sheriff del lejano oeste. Cuidó a los demás sin que lo supieran. Su historia se escribe como una excepcional filantropía. Dentro y fuera de los textos, nos hizo mejores.

Semblanzas de Carlos

Semblanzas de Carlos

El pasado domingo 20 de mayo murió Carlos García-Tort, poeta, editor, ensayista y ex jefe de redacción de este suplemento. Estas son algunas de las semblanzas que un grupo de amigos ha escrito para recordarlo.

Si usted ha tenido un amigo de esos que van en paralelo por la vida, siempre cerca y con ganas de compartir. Si posee la suerte de tener un camarada que le aguante la pesadez de sus días malos y salga con una broma para aligerarlos. Si se ha topado con uno de esos raros ejemplos de amistad que hacen más entretenida la tarde y más sabrosa la reunión, entenderá nuestra enorme tristeza por el deceso inopinado de Carlos García-Tort. Recuerdo que me lo presentó Alicia, su mujer. Después, mientras nos íbamos conociendo, me contaba de sus compañeros "ex peditos" (es decir, ex borrachos), reunidos en el llamado Club de la Velocidad, y su leyenda de náufrago acrecentaba una solidez que yo admiraba. Luego vinieron los proyectos: soñamos con crear una agencia literaria y terminamos montando un despacho editorial. Lo recuerdo paseando con Dylan, su perro. En esta actividad era una aventura acompañarlo, pues saludaba a cuanta persona encontraba y se detenía a platicar con la mitad. Con Carlos me seguirán uniendo cosas más bien pequeñas: gustos, señas, manías que ahora recuerdo a cada momento. Charlie era un conversador obsesivo y nuestras pláticas telefónicas podían alargarse por horas. Los asuntos importantes se convertían en pretextos para instalarse en la minucia, y las constantes digresiones eran el jugo de la relación. Durante los 20 años que nos frecuentamos, hablamos de arte, deporte y entretenimiento con un desparpajo sin igual. Charlie era así, antisolemne. Todo lo disfrutaba en grande y nos hacía participar de su gusto por esta vida traicionera y milagrosa.

Manuel Andrade

A Carlos García-Tort lo traté a partir de su relación con la poeta Alicia García Bergua. Formaban una pareja que daba gusto ver cuando coincidíamos en alguna reunión. Una de ellas –apenas unos quince días antes de su fallecimiento– fue la que convocó Carlos Mapes en la Casa del Poeta para platicarnos de su vida con el rock. A pesar de dedicarnos ambos al trabajo editorial, nunca coincidimos en ninguna chamba, pero sabía de su pericia como editor, de su lealtad con sus amigos y de su generosidad. Y lo éramos –amigos– de una manera curiosa: compartíamos muchas amistades y en esa red de afectos lo tenía siempre presente. Por eso me dejó pasmado la noticia de su muerte: uno da por sentado que siempre va a estar ahí. Y sí, por qué no, Carlos siempre va a estar ahí, cuando me encuentre con Alicia y con todos los amigos, en medio de la plática, como un ejemplo de bonhomía, sonriendo sin exagerar ante una buena broma, o recordando una anécdota que aún está por suceder.

José María Espinasa

Si Carlos García-Tort no hubiera fallecido la semana antepasada, quizá estaría viéndolo pasar ahora mismo con una de sus indumentarias deportivas, junto a su perro Dylan, saludando a todo el barrio. Recién se quejaba de que todo mundo conocía el nombre de su mascota y nadie el suyo, pero si está, como yo creo, en el Cielo de los Escritores riéndose de nosotros ahora mismo, se dará cuenta de que no sólo lo conocían sino que lo extrañan y lo lloran el señor de los periódicos, el barrendero, la chica del bazar, el viene-viene de la plaza La Conchita, los dueños de los perros amigos de Dylan, la señora que alimenta a los gatos del parque Frida Kahlo, todos sus cuates (que son muchísimos) y toda su familia (que es poca pero que se siente coja sin él). Carlos cumplió a cabalidad con el "dar en abundancia en todo y a todos" con que empieza uno de los epitafios que incluyó en El efrit dentro de su botella. Me queda el consuelo de que no faltará con quién compartir esta tristeza, este vacío.

Ana García Bergua

¿Cómo recordar a Charlie, nuestro querido Carlos García-Tort, cómo? El único libro de poesía de Carlos se titula El efrit dentro de su botella y fue publicado en 1985 en una coedición SEP/Crea. Ahora lo releemos con asombro por sus innumerables aciertos y con un dejo de irrestañable nostalgia; ojalá hubiera seguido escribiendo. No quiso hacerlo y obedecimos tácitamente su silencio, pero algo dentro de nosotros se subleva, dice no ante su muerte y su abandono de la literatura, una deserción extrañamente medio gozosa, motivo de bromas de autoescarnio que nos dejaban atarantados. Lo recordamos con una gran tristeza, así como era: con su maledicencia y sus gestos de bondad, con su apostura de insaciable andarín, con su cordialidad a flor de piel. Lo recordamos al lado de Alicia, nuestra querida amiga, su esposa desde agosto de 2006: se casaron por puro gusto después de 14 años de convivencia. Lo recordamos en una casa de la Colonia del Periodista diciendo groserías fiesteras, bebiendo un alcohol desvelado. (Dejó de beber, murió sobrio, siguió hasta el fin dueño de su lucidez, lo que no deja de ser una misteriosa alegría.) No podemos creerlo, no podemos creer que Charlie ya no esté. Nunca dejaremos de llorarlo.

Andrea Huerta y David Huerta

Carlos regalaba su tiempo, parecía derrocharlo a una edad en que casi todos se repliegan para ahorrar fuerzas, y la razón de esto es que nunca se conformó con la idea de ser un "adulto". Una parte de él siempre se negó a abandonar la adolescencia, y si eso tal vez le impidió realizar su sueño de volverse un escritor hecho y derecho, le otorgó una independencia de espíritu que alcanzó a través de no pocas derrotas y caídas, algo que no sólo se asemeja a escribir libros sino que a menudo lo supera. Creo que vivía su papel de escritor de manera vicaria, a través de Alicia, y era de esos hombres, cada vez más raros, que en una reunión olvidan con perfecta naturalidad el brazo sobre tu hombro mientras conversan con alguien más, porque "inmaduro" por elección, anárquico de alma, necesitó siempre un hombro amigo donde apoyar su pasión por la vida y la gente.

Fabio Morábito

Conocí a Carlos García-Tort hace ocho años, los mismos que tengo de compartir mi vida con mi actual pareja, Eduardo Hurtado. Carlos era uno de los amigos más queridos y cercanos de Eduardo. Desde el principio, la amistad de Carlos conmigo tomó su propio rumbo. La comunicación telefónica a casa era cotidiana y por alguna razón, tal vez por ser yo la contestadora oficial, primero platicaba conmigo un largo rato y sólo después con Eduardo. Al inicio de nuestra amistad, conocedor de mi pasado de bailarina profesional, Carlos me mostró su pasión por las artes escénicas y me habló de su propia experiencia en el teatro y la danza. Una tarde que platicamos sobre nuestros gustos y posturas frente al trabajo de coreógrafos y ejecutantes, Carlos, apasionado y vital como era, me animó a escribir sobre el tema para La Jornada Semanal. Con la aprobación entusiasta de Hugo Gutiérrez Vega y Luis Tovar, se abrió así uno de esos raros espacios que la danza ha tenido para la reflexión y la crítica. Ahora veo ese gesto como una contribución más de Carlos a la vida cultural de México.

Marcela Sánchez Mota

Presencia de CArlos

Eduardo Milán

Presencia de Carlos


Foto: Luis Humberto González/ archivo La Jornada

Hombre amable, hospitalario, extremadamente inteligente y con una bondad natural, entre otras virtudes, Carlos García Tort poseía el don de la indignación, una fuerza que atraía en ciertos contextos intelectuales donde la complacencia con lo que ocurre era mayoritaria y la autocomplacencia un bien común. Carlos la controlaba con eso que, más que un don, es un talento: la paciencia, en él proveniente de una memoria antigua. Corrían los años ochentas, al principio. Era difícil soportar una realidad donde en apariencia "no pasaba nada". Y Carlos, un alérgico a toda forma de prepotencia y de injusticia, era un descontento natural. Esto es normal en un poeta con una sensibilidad agudísima y algo que no necesariamente acompaña al talento. Me refiero a la profundidad, capacidad de internarse como de caer. Y mucho más normal en Carlos que tenía un talento poético fuera de serie. Cuando leí y reseñé El efrit dentro de su botella me llamó poderosamente la atención su fuga de toda forma de retórica, su rechazo a la dicción poética opulenta y dominante. Era muy raro entre sus pares de generación. Y él lo sabía. A esta altura, cuando la perplejidad por su muerte rodea como un ánimo desolador y doloroso, no recuerdo si volví a leer unos poemas inéditos suyos que él me pasó o los estoy inventando en la memoria. Lo que sí sé es que no volví a leer un libro suyo editado. Lástima para mí y pérdida para la poesía latinoamericana.

jueves, 24 de mayo de 2007

¿CÓMO SE REPONE UNO DE LA MUERTE DE UN AMIGO, UN CARNAL?

Sin una idea clara de para qué carajos inicié un blog, pensé en señalar el deterioro urbano de la ciudad, de mi entorno –Tacubaya–; pasar revista a las cantinas donde suelo meterme a beber vodka con quina; comentar los comederos que suelo visitar; documentar la privatización de las calles; narrar mis recorridos en bici; compartir mis lecturas, o simplemente despotricar contra todo. No esperaba la noticia que recibí el martes: “Murió Carlos García”. Con voz entrecortada, a punto del llanto, Rosa Trujano –tipógrafa de las que ya, desde hace muchos años, no se dan, ni se darán, tal como Ángela Trujano, hermana de Rosita– me informó que Charli, pa' los cuates, había sido encontrado muerto la mañana del martes 22. Nunca experimenté una situación semejante. Incredulidad, sorpresa, rabia, desconsuelo, una opresión en el pecho, deseos de llorar y contenerse con rabia de hacerlo. Mi primer reacción fue llamar a casa de Alicia (García Bergua) y Carlos con la firme esperanza de que todo fuera un malentendido o una broma del pinche Carlos. No fue así. Ana, cuñada de Charli, me dijo que había muerto. Pregunté hacia dónde lo llevarían y Ana me dio la dirección de la funeraria: Avenida Revolución y 11 de Abril. A la vuelta de la casa. Ahí estaría Carlos a partir de la 2 de la tarde. Supuse que ahí encontraría a Ali, pero me enteré que ella andaba de viaje por Nayarit.

Incrédulo, fui por Jimena, mi hija, a la escuela. Al tomarla de la mano para emprender el camino a casa, le dije que estaba muy triste porque Carlos había muerto. “¿Carlos con el que jugabas frontón, el dueño de Dylan?”, preguntó quien desde los tres años de edad acostumbra indagar sobre qué es la muerte. Después de comer, junto con Jimena fuimos a comprar flores. Éstas fueron las primeras en la capilla. Imagino que Carlos hubiera dicho: “¡Qué buena onda cabrón, esto se veía de la chingada!”. Rato después llegó Gabi, mi domadora, con un ramo de flores blancas y lilas, que por sugerencia de Carlos Mapes se distribuyeron en los dos floreros. Después de acompañar a Gabi y Jimena a casa, al regreso ya encontré a Alicia, a quien abracé tratando de reconfortarla. Las siguientes horas me senté a fumar en unos escalones a observar el vacío y recordar los últimos meses de convivencia con Carlos. En varios momentos tuve que contener las lágrimas. En ningún momento logré sobreponerme a la sensación de desasosiego. A las 22:00 nos fuimos a dormir. Al día siguiente se dirigiría el cortejo al crematorio del Panteón Dolores.